El Maestro Víctor Manuel Cruz Castañón es el autor de este cuento
adaptado llamado "Leticia, piojos y cuentos".
Leticia fue mi alumna en la escuela "Justo Sierra", en plena
Sierra. Tenía 11 años de edad. Once años conociendo las carencias y la mugre de
la vida. Siempre con la misma ropa, heredada por una tradicional necesidad
familiar. Once años batallando con los bichos de día y de noche. Con una nariz
que como vela escurría todo el tiempo. Con el pelo largo y descolorido
sirviendo de tobogán a los piojos. Aun así, era de las primeras en llegar a la
escuela. Tal vez iba por los momentos necesarios para soñar que era lo que no;
aunque enfrentara el rechazo y el asco de los demás.
A la hora del trabajo en equipo nadie la quería. No dieron la
oportunidad para demostrar qué tan inteligente era: el repudio fue lo que
Leticia conoció. Me desconcertaba el hecho de ver que algunos varones con
características semejantes a las de Leticia eran aceptados por el resto de las
niñas y los niños, pero no ocurría lo mismo con Leticia y las niñas. A mí sólo
se me ocurría hacer recomendaciones que nunca fueron atendidas.
En ese tiempo me preguntaba: ¿de qué sirve leer cuentos a esos niños que
no han comido?; ¿serviría de algo alimentarlos con fantasías? Yo creía que sí,
pero no sabía hasta dónde. Constantemente les brindaba relatos, sobre todo en
la mágica hora de lecturas, dos veces por semana. Un día conté "La
Cenicienta" y cuando llegué a la parte en que el hada madrina transformó a
la jovencita andrajosa en una bella señorita de vestido vaporoso y zapatillas
de cristal, Leticia aplaudió frenéticamente el milagro realizado. Había una
súplica en su rostro que provocó la burla de los que no tenían la misma
capacidad ni la misma necesidad de soñar. Esta vez hubo recomendaciones y
regaños.
En otra ocasión, pregunté a mis alumnas y alumnos: ¿Qué quieren ser
cuando sean grandes?
Y el cofre de sus deseos se abrió ante mí: alguien quería ser
astronauta, aunque al pueblo ni el autobús llegaba; otros querían ser maestros,
artistas o soldados. Cuando le tocó el turno a Leticia, se levantó y con voz
firme dijo: “¡Yo quiero ser doctora!" y una carcajada insolente se escuchó
en el salón. Apenada, se deslizó en su banca invocando al hada madrina que no
llegó.
Mi labor en esa escuela terminó junto con el año escolar. La vida siguió
su curso.
Después de quince años, regresé por esos rumbos, ya con mi nombramiento
de base. Hasta entonces encontré algunas respuestas y otras preguntas. Las
buenas noticias me abordaron en autobús, antes de llegar al crucero donde lo
trasbordan los pasajeros que van al otro poblado. Llegaron en la presencia de
una señorita vestida de blanco.
- ¡Usted es el maestro Víctor Manuel! ¡Usted fue mi maestro! –me dijo-
sorprendida y sonriente. El que podía encantar serpientes con las
historias que contaba.
Halagado, contesté:
-Ése mero soy yo.
- ¿No me recuerda, maestro? -preguntó, y continuó diciendo con la misma
voz firme de otro tiempo- yo soy Leticia ... ¡y soy doctora!
Mis recuerdos se atropellaban para reconstruir la imagen de aquella
chiquilla que en otro tiempo nadie quería tener cerca.
Se bajó en el crucero dejando, como La Cenicienta, la huella de sus
zapatillas en el estribo del autobús ... Y a mí con mil preguntas. Todavía
alcanzó a decirme: - Trabajo en Parral ... búsqueme en la clínica tal... y se
fue …
Un día fui a la clínica que me dijo y no la encontré. No la conocían ni
la enfermera ni el conserje. ¡Era demasiada belleza para ser verdad! "Los
cuentos son bellos, pero no dejan de ser cuentos", me lamentaba. Arrepentido
de haber ido, y casi derrotado, encontré a la directora de la clínica y hablé
con ella. Lo que me dijo, revivió mi fe en la gente y en la literatura:
-La doctora Leticia trabajaba aquí -me contó-. Es muy humana y tiene
mucho amor por los pacientes, sobre todo con los más necesitados.
-Ésa es la persona que yo busco -casi grité.
- Pero ya no está con nosotros-dijo la directora.
- ¿Se murió? -pregunté ansioso.
-No. La doctora Leticia solicitó una beca para especializarse y la ganó
... ahora está en Italia.
Leticia sigue aprendiendo más y enseñando sus secretos para luchar. Yo
sigo queriendo saber hasta dónde llega el poder de las palabras; ¿Cuál es el
sortilegio para encantar a las serpientes que jalan a los descobijados? como
profesor, ¿Qué puedo hacer para equilibrar la balanza de la justicia social
ante casos parecidos? ¿Cuándo empezó el despegue de los sueños de Leticia en
cuanto al resto de sus compañeras y compañeros? ¿Dónde radica la fortaleza de
las mujeres que superan cualquier expectativa?
Ya no quiero ser el maestro de Leticia. Ahora quiero aprender. Quiero
que me enseñe cómo evoluciona una oruga hasta convertirse en ángel y, sobre
todo, quiero descubrir cuál fue la varita mágica que la convirtió en la
Princesa del Cuento.
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